Capaz de hacer “mucho bien”

Brittany Chapman
27 August 2018

Louisa Barnes Pratt, una de las primeras mujeres misioneras de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en la Polinesia Francesa, sirvió con su esposo y sus cuatro hijas en la isla de Tubuai entre 1851 y 1852.

Muchachas de Tahití

Louisa Barnes Pratt, una de las primeras mujeres misioneras de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en la Polinesia Francesa, sirvió con su esposo y sus cuatro hijas en la isla de Tubuai entre 1851 y 1852. El esposo de Louisa, Addison Pratt, había sido llamado por José Smith el 11 de mayo de 1843 para predicar el Evangelio en el Pacífico. Addison y tres compañeros llegaron a Tubuai el 30 de abril de 1844 y empezaron a enseñar el Evangelio; los conversos se contaban por centenares.

Poco después del regreso de Addison en 1848, le volvieron a llamar para que sirviera en las islas de la Sociedad. Louisa y sus hijas salieron del valle de Salt Lake en 1850 para unirse a él allí. Louisa registró sus experiencias como misionera en sus “Reminiscencias” (que ahora se encuentran en la Biblioteca de Historia de la Iglesia), que escribió en 1879 cuando tenía 77 años. Empezó a escribir el día de su llamamiento:

Durante la sesión de la conferencia [en la primavera de 1850], Thomkins Thomas fue llamado a una misión en las islas para llevar allí a la familia Pratt. Para mí fue una gran sorpresa, ya que estaba allí presente, y ya no escuché gran cosa de lo que se predicó durante el resto de la reunión. Un viaje de unos 1.600 kilómetros por tierra y un viaje por mar de unos 8.000 kilómetros. Mis cuatro hijas debían vestirse de manera apropiada para presentarse ante el conocido de su padre en San Francisco. No podía evitar sentir temor ante las responsabilidades que debía asumir. Con la ayuda de los corazones y las manos más gentiles conseguí estar lista y el 7 de mayo de 1850 dijimos adiós a los santos de Salt Lake y comenzamos el largo viaje. El presidente Brigham Young me bendijo, me dijo que iría y regresaría en paz, en el debido tiempo del Señor, y que se me permitiría hacer un gran bien; que tendría poder sobre el destructor para expulsarle de mi casa y que la muerte no me arrebataría a ninguna de mis hijas durante mi ausencia de la iglesia. La promesa demostró ser verdad y, en un momento en el que la muerte parecía inevitable, reclamé la promesa y se cumplió. Nos reunimos con nuestros amigos en San Francisco, que nos recibieron con gran amabilidad y se ocuparon de todas nuestras necesidades. El 15 de septiembre zarpamos rumbo a las islas del Pacífico Sur. Tuvimos una travesía agradable durante 35 días, en el bergantín Jane A. Hersey, con el capitán Salmon. Sufrí enormemente con los mareos y también mi hermana Caroline1 Crosby; ¡es la enfermedad más debilitante del mundo! Mis hijas no parecieron estar afectadas en lo más mínimo; podían caminar por cubierta cuando el barco se balanceaba de un lado a otro. Sólo me animaba cuando escuchaba las exclamaciones “¡un tiburón, un bonito, un albatros!”. Entonces corría hacia el lado del barco y me agarraba al borde mientras observaba las maravillas de las que, con frecuencia, había oído hablar, pero que nunca antes había visto. El viaje llegó a su fin y desembarcamos el Tubuai, a unos 480 kilómetros al sur de Tahití, donde esperábamos encontrarnos con el “hermano Pratt”. Pero no fue así; no estaba allí.

“Mientras esperábamos con gran inquietud recibir noticias de su liberación, los nativos nos demostraron una gentileza y una atención ilimitadas. El rey se preocupó porque estuviéramos cómodas y ordenó que se hiciera por nosotras todo lo que necesitáramos<”.

Louisa Barnes Pratt

Pronto averiguamos que había sido retenido en Tahití por orden de Su Excelencia, el Gobernador francés, que cuando oyó que había otros misioneros de camino a las islas, dio la orden de confinar al Sr. Pratt en la isla hasta que llegaran los demás … Tras pasar tres meses en suspenso, llegó a bordo de una goleta inglesa, comandada por el capitán Johnson. Fue un día excelente con los nativos y con nuestras hijas. Mientras esperábamos con gran inquietud recibir noticias de su liberación, los nativos nos demostraron una gentileza y una atención ilimitadas. El rey se preocupó porque estuviéramos cómodas y ordenó que se hiciera por nosotras todo lo que necesitáramos. Ojalá todos los reyes fueran tan buenos y tuvieran un corazón tan fiel como el buen Tama toa, pues ése era su nombre…

El compañero del Sr. Pratt en la misión, Benjamin F. Grouard, estaba allí con su esposa nativa. También había dos élderes más, hombres blancos que habían aceptado el Evangelio en las islas y habían sido ordenados por la imposición de manos por Pratt y Grouard. Eran hombres buenos y fieles; hicieron todo lo posible porque superáramos nuestra decepción al no encontrar al hermano Pratt en la isla. Los nativos arreglaron la casa de la misión de acuerdo con lo que les parecía cómodo. No pudimos sino admirar su ingenio. Todo era tan nuevo y sorprendente; nuestra mente se sentía, necesariamente, llena de entretenimiento y diversión. Los hermosos árboles y flores, la deliciosa fruta, los espléndidos peces, con escamas rojas y verdes, como nunca antes habíamos visto; cada alimento nos resultaba nuevo, excepto el pescado y las aves, aunque, al prepararse de una forma totalmente distinta a la nuestra, parecían alimentos completamente distintos, pero no por ello menos apetitosos. Hasta la primera comida me resultó agradable y creo que todo ello se debió a la compañía. Empezamos de inmediato a estudiar el lenguaje tahitiano. Los hermanos y hermanas nativos fueron extremadamente atentos al enseñarnos; expresaban claramente su desasosiego si mostrábamos la más mínima lentitud en nuestros estudios. Nos decían: “ha pe pe, te ha piu, te parau tahiti” [apresúrense y aprendan a hablar tahitiano]. Mis hijas pronto aprendieron a hablar con los niños; en tres meses, mi hija mayor podía actuar como mi intérprete cuando yo deseaba dirigirme a las hermanas nativas durante una reunión. Pasó casi un año antes de que pudiera levantarme en una reunión pública y hablar de forma independiente. Entonces ya podía traducir sin problemas y escribir cartas en tahitiano. Las hermanas nativas expresaron un gran gozo con mis primeros intentos, con los que superé tanto sus expectativas como las mías. Hablar de la gran fe de esas personas, inofensivas e ingenuas, su hospitalidad y la belleza de su isla natal (un punto minúsculo en medio del océano), donde la naturaleza ha derramado su abundancia y se extiende con una grandeza aislada, requeriría demasiado espacio. Por ahora se encontrará mucho mejor expresado en mi historia completa, que espero poder publicar.

Durante un año y medio enseñé en la “pere hur” (casa de adoración) los días de reposo y los fines de semana. Enseñé a las mujeres a tejer; algunos de los hombres más ancianos acudieron porque deseaban aprender, así que les enseñé a tejer tirantes con la lana que llevé de California. Como agujas utilizábamos los tallos de la hoja de coco, que resultaron muy útiles. Las mujeres aprendían muy fácilmente todo lo que intenté enseñarles…

Me sentí triste al despedirme de aquellas amorosas almas, en particular de los niños que habían estado con nuestra familia. Se consideró prudente que nos marcháramos, ya que la isla estaba bajo el control del Protectorado francés y el Gobernador había expulsado a los misioneros ingleses; sabíamos que era posible que no tardaría en expulsarnos a nosotros. Tras marcharnos de Tubuai permanecimos tres meses en Tahití; los élderes construyeron una casa para los comerciantes para obtener dinero para sufragar nuestros gastos durante el viaje por mar. ¡Esa gran isla central es un jardín de frutas y flores! Mis ojos nunca habían contemplado un lugar tan encantador, ni lo han contemplado desde entonces2

Debido a las restricciones legales decretadas por el Gobierno francés, la misión de la Polinesia francesa se clausuró en mayo de 1852. Addison, Louisa y sus hijas se marcharon a los Estados Unidos y llegaron a San Francisco el 30 de junio de 1852. Vivieron en una comunidad mormona en San Bernardino, California, entre diciembre de 1852 y enero de 1858. Prestando oído a un llamamiento que Brigham Young hizo a los santos para que se congregaran en Utah, Louisa y su hija viajaron a Salt Lake en 1858 (el resto de sus hijos les precedieron en 1857). Addison se quedó en California y, durante la mayor parte de los quince años de vida que les quedaban juntos, Louisa y Addison vivieron separados. Desde 1858 y hasta su muerte en 1880, Louisa vivió en Beaver, Utah.